GUILLERMO ROSSI
  Gloria o muerte
 

Entró en el baño y se metió bajo la ducha sin perder un solo minuto. El agua abundante le hizo temblar de placer y, aliviado, soltó un suspiro. Al menos por un momento había conseguido escabullirse de sus manos, de su boca, de sus abrazos asfixiantes. Bajo la lluvia, volvía a sentirse dueño de sí mismo. ¡Al diablo con ella y sus pretensiones! 

Se enjabonó los hombros, luego los brazos y el cuello. Poco a poco, la tibieza del agua lo fue calmando hasta que recuperó su optimismo habitual. Al fin y al cabo, esto era sólo una obsesión pasajera de una joven confundida. Se preguntó por millonésima vez porqué continuaba viéndola. Tantas veces había decidido terminar con esa relación sin futuro pero, tarde o temprano, sucumbía a su encanto de mujer joven y dispuesta.

 Cerró los ojos y se entregó al goce del agua que resbalaba sobre su piel. Pero aún le resonaba el eco de sus palabras dulzonas, su jadeo, su aliento. Y también su mutismo, su vacío, su falta de reciprocidad. Se maldijo en silencio. No podía deshacerse de esa última imagen de Gloria al salir de la pieza. Su pelo negro, pajoso y revuelto, sus labios apretados, su mirada terca, repleta de deseo y de reproche eterno. No parecía la Gloria que había conocido tiempo atrás: amena, intensa, romántica, inexperta. Una mujer que casi había aprendido a amar en sueños.

La puerta había quedado abierta y el vapor escapaba fuera del baño dibujando siluetas mutantes. Miró a su alrededor. Por primera vez, el techo del baño le pareció demasiado bajo y la ventana muy pequeña. En caso de necesitarlo, su cuerpo no pasaría a través del marco. Esta idea ridícula le arrancó un sacudón. Abrió el ventiluz y respiró un poco de aire fresco. Anochecía.

Dejó que la lluvia cayera sobre su pecho. El golpeteo del agua lo sumergió en un viejo recuerdo. Ahora estaba en la montaña con su hermano y su perro, sonriendo y vagabundeando bajo el sol. Se jabonaba con esmero, queriendo borrar huellas culposas que sólo eran visibles a sus ojos. El calor lo volvió a tranquilizar. Las fogatas al anochecer, junto al lago... Se prometió que ni bien saliera de allí, no volvería a verla.

Cerró los ojos. Vació el champú sobre su mano y la frotó sobre el pelo. Otra vez apareció la imagen de Gloria, desnuda, recostada en esa habitación sombría, saturada de perfume y transpiración. Algo en esa última mirada lo perturbaba. Quizás fuese el silencio excesivo o la falta de reproches. De repente, sintió un roce en su espalda. Sus músculos se tensaron bajo la piel húmeda y, de un solo movimiento, giró sobre sí mismo y se enderezó. Abrió los ojos enjabonados, pero nadie, excepto él, estaba en el baño. Su corazón comenzaba a latir pesadamente y respiraba por la boca. Escuchaba el ruido del agua escurriendo por el desagüe. Algo andaba mal.

La llamó dos veces, pero no hubo respuesta. Deslizó unos centímetros la cortina de plástico para tener una mejor vista del baño, sobre todo de la puerta, por donde aún se escapaban algunos hilos de vapor. Como un autómata, comenzó frotarse el jabón contra el cuerpo. Enseguida cayó en la cuenta de su estupidez. Se enfureció y lanzó el jabón fuera de la bañera, que después de rebotar contra la pared y el suelo fue a detenerse junto al inodoro.

Todavía tenía espuma en el cuero cabelludo pero no quería cerrar los ojos. Rápidamente se remojó la espalda, luego el pelo, pero la vista ya había comenzado a quemarle. Apretó los párpados con fuerza mientras manoteaba a ciegas, intentando encontrar la toalla. Patinó y se tambaleó en la bañadera. Un manotazo al aire le interpuso la canilla y lo salvó, milagrosamente, de la caída. Respiró un par de veces, conteniendo el aire y exhalando hasta la última gota de aire. Tenía los dientes apretados. Era inútil relajarse. Esta situación debía terminar.

Al cerrar la canilla el silencio se multiplicó. Sus pensamientos se sucedieron, precipitados, uno tras otro. Volvió a llamarla. Esta vez tuvo que contenerse para no gritar. Tampoco hubo respuesta. Vio su propia cara reflejada en el espejo. Tenía los ojos dilatados como los de un animal en peligro. ¿Pero qué demonios pretendía de él?  Sólo frustración podía ofrecerle. ¡Ya se lo había advertido ciento de veces!

Corrió la cortina de un tirón tan brusco que casi perdió el equilibrio. Fue entonces cuando vio su rostro pálido y huesudo. Gloria estaba de pié, frente a la puerta. Su silueta, desgarbada, se desdibujaba en la penumbra del pasillo y el vapor que provenía del baño. Su piel blanca y desnuda resaltaba aún más su pelo enmarañado. Bajo sus cejas espesas asomaban unos ojos violentos, coléricos, ofensivos.

Sus miradas se cruzaron en un segundo que pareció eterno, exigiéndose y suplicándose en silencio. Sin decir una palabra, Gloria levantó su brazo derecho hasta la altura del pecho. La Smith & Wetson se había elevado describiendo una curva perfecta. Un reflejo metálico centelleaba en los ojos de la pareja. Gloria sujetaba el revólver con convicción, esperanzada que éste sería el alivio definitivo a su ilusión marchita. Separó las piernas y recostó su espalda en la pared. Lenta e impasiblemente se dejó deslizar hacia abajo por el peso de su cuerpo, mientras su boca se ensanchaba con una sonrisa dura y loca. Una mueca que, repentinamente, se transformó en una risotada convulsa y escalofriante. Cerró los ojos y se aferró al gatillo. Un gemido y luego un disparo quebraron el silencio glacial del edificio.

 
   
 
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