GUILLERMO ROSSI
  El Amuleto
 

“El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos.”

Jorge Luis Borges. “There are more Things”

 

“…y estoy dispuesto a vagar sin rumbo hasta el día en que pueda volar hasta tus brazos, mi verdadera patria, puesto que, junto a ti, podré hundir mi alma, rodeada por ti, en el reino de los espíritus….”

Ludwing van Beethoven.

 

Praga, 30 de octubre 2003.

 

Querida amiga,

 

No pretendo que vayas a creer esta historia que estoy a punto de contarte; es más, no sé si es justo pedir que lo hagas. A veces yo mismo me resisto a dar crédito a los ecos de aquel misterioso encuentro. Ocurrió unas semanas atrás, cuando viajaba en el tren que viene de Budapest. No lo escribí inmediatamente porque mi propósito fue olvidarlo, para no perder la razón (como apuntara Jorge Luis Borges en uno de sus famosos cuentos). Pero ahora, transcurrido cierto tiempo, siento que es necesario volcarlo en tinta y dejar que alguien, además de mí, conozca lo que mis ojos vieron aquella noche.

Había llegado a la estación terminal de Keleti, en el Este de Pest, cerca de las siete de la tarde. Me sentía muy cansado porque había sido un día de mochila y cámaras a cuesta, subiendo y bajando las callejuelas del barrio de castillo. Faltaba casi una hora para la partida. Tenía tiempo suficiente para cambiar algo de dinero y comprar comida para mitigar las necesidades del viaje. Cuando llegué a la sala principal tuve la primera sorpresa: la partida estaba anunciada para las siete y treinta; tres cuartos de hora antes del horario estipulado. ¿Cómo era posible? La idea de haber perdido el tren me hizo latir las sienes. Miré el reloj y luego el boleto. Se leía claramente que el tren debería partir de Pest a las ocho y quince. Por suerte, un inspector del ferrocarril caminaba por el andén y corrí a consultarle. Observó el pasaje y respondió algo que no entendí, luego comenzó a hacer señas apremiantes que apuntaban al tren parado en el andén número dos. Mis deseos de sentarme, leer mis notas y comer algo, postergados todo el día, vencieron cuantas dudas se cruzaron por mi cabeza. Sin pretender más explicaciones, corrí hasta el andén indicado, tiré mi equipaje adentro del coche y subí de inmediato.

El vagón estaba casi vacío. Un grupo de estudiantes ocupaba el extremo opuesto del coche; un poco más al centro, una mujer y un hombre de aspecto mayor, miraban un mapa y conversaban en voz baja; tres o cuatro filas adelante, estaba sentada una muchacha rubia, con una remera escotada de color verde.  Tardé un poco en darme cuenta que el coche tenía aspecto antiguo; las paredes revestidas de madera lustrada y los maleteros metálicos ornamentados le conferían un aspecto inusualmente elegante. El hecho de estar casi sin gente contribuía, además, a producir una atmósfera de longevidad, de demora en el tiempo.

Decidí ubicarme en una butaca del lado del pasillo, cerca la puerta. Desde ese lugar tenía una buena visión tanto del paisaje como del interior. Acomodé el bolso más grande debajo del asiento y me quedé con la mochila pequeña, donde llevaba lo esencial: el cuaderno de viaje, las cámaras y la comida. Apoyé el cuerpo contra el respaldo y dejé que las vértebras se acomodaran lentamente a su contorno. Luego estiré las piernas entumecidas y cerré los ojos unos instantes. El mundo volvía a girar en su lugar.  Viajar en tren me reconciliaba con la vida: el tiempo parecía detenerse, las ideas fluían como el agua de los ríos y podía escribir sin horarios ni urgencias.

Los estudiantes reían en voz alta mientras rescataban sándwiches y gaseosas de las profundidades de los bolsos. Miré por la ventanilla, el cielo se había oscurecido y unas nubes amenazantes asomaban detrás de las suaves laderas de Buda. Pensé en las partidas, las llegadas y las pequeñas recompensas que nos ofrecen los viajes: una suerte de trascendencia a la magra existencia humana, un nuevo comienzo, una nueva posibilidad.

El tren finalmente partió con quince minutos de demora. Poco después de recorrer los primeros kilómetros, el grupo de adelante ya promediaba su opípara cena. La muchacha rubia tenía los pies apoyados en el asiento de adelante y avanzaba las hojas de un libro excesivamente grueso. No dejaba de acomodarse el pelo, cada tanto se tocaba la nuca, estiraba la mano y sacudía los dedos dejando caer algo al piso. Los últimos rayos de sol agonizaban lejos en el horizonte y una combinación confusa de grises y rojos coloreaba el cielo con un aire de fatalidad.

Separé el sándwich y el vino, que aún conservaba intacto desde el tramo anterior del viaje. Busqué en la mochila la navaja y un vaso plástico, descorché la botella en silencio y bebí dos tragos. El aroma frutado del vino y la intensidad de la madera me incitaron a cerrar los ojos para recalar mejor en el gusto. Al abrirlos, un haz de luz se filtró entre las nubes, justo a tiempo para destacar el rostro de una mujer de pelo ondulado, sentada unas filas adelante. Me sorprendió no haberla visto antes, estaba seguro de que no estaba allí cuando subí al tren. Llevaba puesto un vestido rojo y se cubría los hombros con un saco de terciopelo o tela similar. Tenía la piel blanca, muy lisa, rasgos afilados y unos ojos de color esmeralda,  muy traslúcidos, en los que parecía esconderse el mar.

 

Terminé el sándwich y tomé un poco más de vino. Con los últimos restos de luz alcanzaba a distinguir rasgos del paisaje. Lomadas tenues de tierra labrada se sucedían velozmente a ambos lados del tren. Cerca de las vías aparecían, de tanto en tanto, hileras de álamos que rompían la monotonía del panorama distante. Unos nubarrones negros y encrespados se avecinaban desde lejos. Supuse que no tardaría en llover. Me sentí protegido dentro de ese rayo metálico, que devoraba distancia en la llanura. Cada tanto me llegaban silbatos y caídas de señales. Bebí un poco más de vino y me quité los zapatos. Comencé a leer las notas del día, corrigiendo aquí y allá y agregando aclaraciones en los márgenes de las hojas. A pesar de estar compenetrado en la lectura, percibía los movimientos del tren y que aún manteníamos la misma dirección desde que habíamos partido de Keleti. Pasamos sobre un puente metálico y luego el tren se detuvo en una estación. La botella de vino comenzaba a declinar y sentí un poco de sueño. Abrí la ventana, el golpe de aire frío me atravesó la ropa hiriendo placenteramente mis pulmones. Afuera no había luces. Volví a acomodarme en el asiento. El traqueteo del tren, el vino y el cansancio acumulado durante el día, me produjeron un sueño unánime y profundo.

Soñé con una mujer con encanto demoníaco. Si bien era arrugada y fea, sentía atracción por ella. Tenía los ojos oscuros como el carbón y una lengua roja, como si hubiese estado bebiendo sangre. No recordaba como había dado con ella, pero sí que estábamos allí los dos, hablando en la habitación de un palacio, ella sentada y yo de pié. Era muy culta y hablaba con firmeza y decisión. Sus palabras eran casi irrevocables o imposibles de discutir, porque la coherencia de su discurso era aplastante. Al final de la conversación, me dijo que recordaba haberme conocido en Viena. Era cómico, pero en el sueño repetía todo lo que ocurría en voz alta para asegurarme de recordarlo con detalle y así poder escribirlo cuando despertara.

Al rato nos volvimos a detener en otro lugar. Al abrir los ojos advertí que no había nadie en el vagón, excepto la mujer de belleza extraña y yo. La estación estaba bastante deteriorada, hasta parecía abandonada. En una vía paralela había unos trenes carbonizados, algunos aún conservaban indicios de leyendas y dibujos obscenos trazados con pintura en aerosol.

El tren partió y tuve la impresión que las sombras de la noche lo rodeaban sigilosamente. Un rato después, un hombre y una mujer vestidos de gris, pasaron pidiendo los pasaportes. Tenían aspecto de eslavos. El sello llevaba la fecha del día, y una palabra ilegible, posiblemente en húngaro.

Afuera del coche, árboles y llanuras, se fundían en la penumbra creciente de la noche. El tren devoraba kilómetros dejando atrás pueblos dormidos, cruces y varios puentes. Al cabo de un rato desaceleró, dejamos atrás un pequeño cementerio al costado de la vía y volvió a detenerse. En ese preciso instante se desató un aguacero que pronto cegó los cristales de las ventanillas.

El tren arrancó unos minutos después que la intensidad de lluvia hubo cedido. Abrí la ventana y me asomé. Aspiré el perfume gratificante de la tierra húmeda hasta que, de pronto, escuché un batir de alas encima de mi cabeza. Miré hacia lo alto y alcancé a divisar una danza de diminutas sombras grises ascendiendo en espirales. Unos murciélagos habían abandonado una torre de piedra cercana a la estación. Mi mente comenzó a engendrar extrañas fantasías. Dejamos atrás el territorio ondulado para entrar en otro de arboledas. Sentí frío y me cobijé con la campera y otro sorbo de vino.

Entró al vagón un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años. Pasó a mi lado y lo pude ver muy bien. Estaba vestido fuera de época, con un sobretodo marrón oscuro, largo hasta las rodillas y la solapa levantada que le cubría el cuello. Llevaba un pañuelo anudado en la garganta. Tenía el pelo largo y revuelto, con largos mechones que ocultaban su frente. Su rostro era serio y terroso, apenas cubierto por una barba imprecisa; poseía una mirada solemne, que parecía penetrar a través del espacio y del tiempo. No era ni alto ni bajo, pero su figura inspiraba misterio y magnetismo. Sin ningún fundamento, creí ver en él a un hombre que volvía de sus cenizas, endurecido por el sufrimiento y  el silencio.

Un resplandor azulino y fugaz iluminó el interior del vagón;  luego, llegó el estampido del trueno. Mi corazón casi se detuvo, pero el hombre continuó su paso, inmutable, indiferente, como alguien que no teme, o que no oye. El tren comenzó a balancearse al ritmo de la tormenta. El hombre avanzó tambaleándose y se sentó cerca de la mujer. En vano, intenté concentrarme en mis notas. Todavía quedaba un poco de vino en la botella. Bebí otro sorbo, fingiendo no mirar hacia adelante, pero era inevitable. El hombre escupía en su pañuelo y luego lo revisaba con detenimiento, como si esperase encontrar algo, quizás síntomas de alguna enfermedad. Cada tanto, fijaba su mirada en la mujer. Ella, lejos de inquietarse con la actitud repugnante e increíble del extraño hombre, parecía estar interesada en todo cuanto él hacía.

 

Necesité ir al baño. Inconscientemente, escondí el bolso grande y llevé conmigo la mochila con la cámara y el pasaporte. El tren comenzó a oscilar con más fuerza. Había comenzado a asustarme, aunque no sabía bien porqué. Tal vez no era más que el efecto del vino en mi cuerpo agotado. Me lavé la cara y permanecí un rato frente al espejo, no sé exactamente cuánto, sólo percibía el ruido de las vías y los colores cambiantes de la noche a través de la ventanilla. Cuando abrí la puerta para salir, vi que el hombre se había cambiado de asiento y ahora estaba frente a la mujer. Me quedé inmóvil. Se miraban sin hablar, en un estado de hipnosis indiscutible. Parecían conocerse. Llegó otro relámpago y luego otra descarga. Vi a la mujer de ojos verdes sobresaltarse, igual que yo; pero el extraño hombre, otra vez pareció no escuchar nada. La luz del vagón se apagó por completo y entonces, tuve ante mis ojos una escena que jamás hubiera creído posible, de no haber sido yo testigo: sus cuerpos emitían una cierta lumbre, un resplandor apagado y falaz como el reflejo de la arena cuando es iluminada por la luna.  Decidí quedarme donde estaba y espiar desde allí. Estuvieron un largo rato en esa misma posición, tuve la impresión que algo combatía en sus corazones. Quizás pensaron que yo había bajado del tren. Al cabo de un rato, la mujer comenzó:

―Tus manos no han cambiado, Luigi ―La luz vacilante de un rayo, resaltó una belleza serena, con fisonomías de otra época.

Antonie... ―El hombre la miraba con ojos acosados por la nostalgia―. Te he buscado tanto tiempo. Mi viaje ha sido terrible. Tengo el corazón demasiado lleno para continuar. ¿Es que nuestro amor sólo puede existir con sacrificio, con la imposibilidad de obtenerlo todo? ¡Ah, Diosa mía! Dónde tu estés, yo estaré contigo, y haré lo posible para que vivamos juntos. En cuanto a lo demás, los dioses decidirán lo que debe ser y lo que será de nosotros.

Ella extrajo un pequeño objeto de su cuello y lo apoyó sobre las rodillas del hombre. Una luz sedosa, ajena a este mundo, envolvía sus miradas. Era indudable: ellos brillaban en la oscuridad.

La mujer abrió la boca lentamente, con los ojos aferrados a los del extraño caballero. En el aire flotaba un sentimiento, un gravitar de grandes días y grandes noches. De sus labios finos surgió un haz de luz plateado y luego un susurro. Al principio comenzó como un rumor lejano, pero fue aumentando lentamente hasta transformarse en sonidos de cuerdas y roce de cristales. Otro relámpago rasgó el cielo y esta vez, el resplandor atravesó los cuerpos de la extraña pareja como al aire que los rodeaba. Sus cuerpos tampoco producían sombras.

Pensé que me estaba volviendo loco. El tren se deslizaba velozmente en la llanura. Volvieron los roces de cristales, ahora acompañados de un contrapunto de flautas y fagots. Una melodía comenzaba a crecer entre los remolinos de luz y la oscuridad de la noche.

Me abstraje del entorno y traté en concentrarme en la música, que llegaba a borbotones y se ensanchaba como un río sonoro. Por momentos se detenía o se ensombrecía, pero su ritmo palpitante traía consigo una mezcla de sensualidad y dramatismo. A veces se elevaba en profundidad y me producía paz y reposo. Era una melodía coherente y real. Un escalofrío me sacudió el cuerpo.

El hombre endureció la expresión de su rostro, como queriendo robustecer con su mirada algún otro sentido que le era esquivo; así cómo un ciego refuerza el tacto y un sordo refuerza su vista. Sus labios se arquearon formando una leve sonrisa, extrajo unas hojas del bolsillo del saco y comenzó a escribir a la deriva, sin quitar los ojos de la mujer. Escribió sin mirar durante un largo rato, sobre esas hojas extrañas que usan los músicos. Garabateaba sin cesar, sus cabellos se balanceaban sobre su frente, en un estado de éxtasis.

Fue entonces cuando llegó el sonido nítido de un piano. Comenzó misterioso y amenazador, pero con un carácter de acero. Una y otra vez, acordes violentos y fortísimos, esparcían sentencias de fatalidad en un océano de tempestad y lucha. Su rostro, que llevaba una mezcla de sensualidad y genio, ascendía y descendía bruscamente, al ritmo de la música. Pronto hubo silencio y luego continuó una melodía honda y de dulce calma.

Enseguida todo volvió a recomenzar: la misma fuerza, el mismo dramatismo, las mismas sentencias. Sin embargo, todo sonaba más íntimo y degradado. El héroe ahora suplicaba, rogaba ansiosamente, argumentaba hasta la frustración. Cuanto más convencimiento parecía perder, más aumentaba su agitación, era una gigantesca lucha entre la adversidad y la voluntad de vencer.

La luz volvió imprevistamente. El hombre regresó las hojas al bolsillo de su gabán. En ese instante el tren se sacudió fuertemente, perdí el equilibrio y salí lanzado contra una de las paredes del baño, mi cabeza golpeó contra el espejo y luego contra el piso húmedo del tren. Ví todo azul y luego me desmayé.

Cuando recuperé el conocimiento, el tren estaba detenido. Afuera se escuchaban golpes y forcejeos, tal vez estaban agregando o sacando vagones. Escuchaba, como si fuese en un sueño, que alguien golpeaba la puerta del baño y la tironeaba con fuerza. Luego llegaron unas voces incomprensibles. Finalmente la puerta se abrió. Lo primero que ví fue a un tipo de uniforme negro, alto como una montaña y luego una mujer vestida de policía. Me ayudaron a levantarme. No supe que decir. Preguntaron mi nombre en un inglés brutalmente duro y me exigieron el pasaporte. Lo miraron con detenimiento y después examinaron mi cara. Por último, me preguntaron cómo me sentía. Todo lo que atiné a decir fue que me había descompuesto por la tormenta. Lentamente, volví a mi asiento. Respiré aliviado, la extraña pareja no estaba allí. El tren arrancó a media máquina mientras yo intentaba sobreponerme al vértigo de mis pensamientos.

Noté que algo brillaba en el suelo, justo debajo del asiento donde había estado el hombre y la mujer que engendraban música. Con una fantástica alquimia de cautela y curiosidad, que no dejó de sorprenderme, me acerqué y recogí el objeto del suelo, cerré el puño y volví a mi asiento. Cuando abrí la mano, mis ojos volvieron a ver el perfil de la mujer de piel blanca y de ojos color del mar, tallados en una miniatura de marfil. La apreté entre mis dedos y la guardé en la mochila. Escuché un golpeteo de alas. Miré hacia fuera. La lluvia había cesado y, en la oscuridad de la noche, puede ver otra vez, decenas de manchas grises, revoloteando en el cielo.

Y es todo cuanto puedo contarte de este insólito viaje y, mientras te escribo, tengo frente a mi escritorio la miniatura de la que te hablé en esta carta. Me sirve como amuleto. En el pié se leen dos iniciales: “A.B.”. He investigado en libros y enciclopedias, pero me resisto a creer lo que leo. Sólo puedo decirte que algunas noches, cuando me siento frente a mi piano y comienzo a tocar, me parece ver sonreír a la mujer de ojos verdes y creo leer en su mirada, una frase que escuché hace tiempo, en algún lugar: “la falta de pasión es imperdonable”.

Hasta pronto, recibe un cordial abrazo de

 

G.R.

 
   
 
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