GUILLERMO ROSSI
  El lamento de Urica
 

                                                                              there like a passing song,

love is here and then is gone…

 

Freddie Mercury

 

Leandro abrió los ojos y vio la silueta de Urica acostada a su lado. El resplandor de la luna se filtraba a través de las cortinas de terciopelo y abría una delgada herida de luz en la oscuridad del cuarto. Se mantuvo en silencio, mientras sus ojos cansados se adaptaban a la escasa iluminación. Lentamente, las sombras fueron transformándose en objetos conocidos: los cuadros, el espejo, los sillones, la biblioteca. Sobre la alfombra aparecían varios papeles dispersos y ropa desordenada. Fijó su mirada en el piano ubicado junto al ventanal, a escasos pasos de la cama improvisada sobre la alfombra. Desde esa perspectiva, el Steinway negro, de media cola, lucía imponente y absurdo. Luego observó las dos copas vacías en los extremos del teclado. Las melodías que Urica había extraído virtuosamente del instrumento la noche anterior, parecían haber dejado fantasmas flotando en el aire: Mozart, Beethoven, Rachmaninov, Schumman, todos los maestros de la música parecían surgir del haz sangrante de luna que se abría paso desde el ventanal hasta la manta que los cobijaba.

Leandro volvió su mirada hacia la pianista. Ella estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. Su mano derecha y su muñeca asomaban del borde de la manta. Era una mano pequeña y suave, de blancura reluciente. La respiración de Urica era la de un sueño profundo. Leandro le tomó la mano y contempló su frente, sus mejillas y la línea delicada de su mandíbula. Los párpados de Urica delataban el elegante aire oriental de sus ojos.  Su cabello de chocolate, largo y lacio, estaba revuelto hacia atrás, sobre la almohada. Leandro se inclinó suavemente hacia ella y olió su fragancia. Quiso besar los labios de la joven, apenas pálidos, pero algo lo contuvo. Respiró profundamente. El perfume de Urica era el mismo que el de la primera vez. A pesar de su extenso catálogo de mujeres, aún recordaba aquella noche maravillosa con la joven pianista.

La había visto por primera vez en Ivov, pero la conoció unos años después, en Praga. Urica participaba entonces en el festival de música clásica que se realizaba en primavera, y que acogía exclusivamente a músicos prestigiosos. Fue en la iglesia de San Nicolás donde ella hizo su primera presentación. Leandro recordaba hasta los mínimos detalles del lugar, las columnas de mármol gris con incrustaciones de color rosa, las estatuas con bordes dorados, las baldosas de mármol, negras y blancas, dispuestas en damero. La gigantesca cúpula de la iglesia, por encima del escenario, cubierta de frescos renacentistas. Esa noche la iglesia estaba colmada de gente. Allí, en ese marco sensacional, hizo su aparición Urica, vestida toda de negro. Su figura frágil se perdía en el escenario. Durante el concierto, Leandro la observó detenidamente, mientras las manos de la pianista, como mariposas, volaban sobre el teclado. Era una composición turbulenta, un subir y bajar de olas empinadísimas de crisis y pasión. Pero, a pesar del poder sublimador de la música, Leandro apenas lograba atravesar las cortezas más superficiales de este lenguaje sin sentido. En cambio, se interesaba mucho en las cuestiones de dinero. Gozaba de una billetera abultada que le permitía disfrutar pasiones infinitas con jóvenes inexpertas y necesitadas de apoyo en sus carreras musicales. Urica le atrajo inmediatamente, no sólo por su talento sino también por su aire inocente y, en especial, sus piernas delgadas y sugestivas. Ni bien terminó el concierto, Leandro se precipitó sobre la parte trasera del escenario. Escudado en su imagen de hombre acaudalado y su disfraz de ángel benefactor de la música,  no le fue difícil acercarse a la pianista. Cuando el millonario pudo verla, ella ya se había cambiado y llevaba un trajecito marrón y una cartera pequeña colgada del hombro. Era una chica bajita, prolija, de aire más bien remilgado. Lucía un maquillaje esmerado y los labios pintados de color ciruela. Ella no paraba de sonreír mientras agradecía los obsequiosos conceptos del millonario con una vocecita juvenil y apurada, entrecortada por agudísimos grititos espasmódicos que le brotaban luego de haber liberado la tensión de sus manos. Ahora, le había llegado el turno a Leandro de subir al escenario.

Invitó a Urica a recorrer el centro histórico y luego a cenar. Urica aceptó la invitación inmediatamente, deslumbrada ante la notable elegancia de ese hombre, sus casi dos metros de altura, su traje de marca, su reloj de oro calzado cómodamente en su muñeca. Detalles frívolos o quizás de buen gusto, pero que no resbalaban sobre los profundos ojos oscuros de la pianista. Fueron a cenar esa misma noche a “Vysmatý Zajc”, un pequeño restaurante en la calle Michalská. Cenaron y conversaron envueltos bajo la íntima luz de una vela. Era un restaurante cálido y alegre alejado del circuito de los turistas. Después de cenar caminaron a lo largo de la callejuela que bordeaba el río Moldava. Cruzaron el puente de Karlov, en dirección al castillo; estaba nublado y, por momentos, lloviznaba. Las luces, a ambas márgenes del Moldava, eran todas amarillentas, diminutas y delineaban su vaporosa silueta. Algunas embarcaciones flotaban sobre el río. Sobre el puente, una banda de música tocaba jazz entre la gente. A lo lejos, un hombre tomaba vino de una botella y un grupo de jóvenes hacían destrezas con antorchas encendidas. La pareja caminaba y sonreía. A su paso encontraron edificios barrocos, renacentistas y góticos. En las callejuelas laterales había menos gente y pocos comercios. Urica tuvo la sensación de encontrarse en otra época. Imaginó a Mozart caminar entre aquellas calles curvas, húmedas y oscuras; con la partitura de “Don Giovanni” bajo el brazo, en dirección al Teatro Nacional. Leandro, en cambio, sólo miraba a Urica cada vez que ella no se daba cuenta, prometía conciertos, citas con gente del espectáculo y teatros donde tocar. Fueron avanzando debajo de las recovas y mojándose un poco. La lluvia lo hacía todo mágico. Cuando llegaron de vuelta al puente hubo una descarga de fuegos de artificio sobre el Moldava. Urica jamás había visto colores tan hermosos: verde, rojo, azul, blanco. En lo alto, formas alargadas, rojas y fucsias coloreaban el cielo de Praga. Sintió una inquietante felicidad por estar junto a ese hombre tan poderoso. Él una emoción de adolescente por estar a solas con Urica. De tenerla cerca, de haber recorrido con sus ojos cada centímetro de su cuerpo y de su ropa. De haber sonreído tontamente sin darse cuenta. Deseaba tomarla de la cintura, acariciarle las mejillas y detener su discurso con un beso interminable. Leandro miró el rolex en su muñeca, eran las nueve cuarenta y cinco. El aire helado se sentía en la cara y en las orejas. Decidió que era el momento oportuno de llevar a Urica a su casa y concretar una nueva cita para el día siguiente. La tomó del brazo y subieron a un taxi.

 

La cabeza de Urica dio una media vuelta y también su hombro. Ahora descansaba boca arriba. Leandro levantó ligeramente la manta que le cubría el hombro. Los pechos de Urica eran delicadamente pequeños. Los acarició suavemente con el dedo. Creyó escuchar una melodía brotar del cuerpo de la muchacha. Era la música del amor. La luz de la luna parecía haberse licuado y esparcido por todas las nubes. Pronto llegó el sonido de la lluvia. Leandro quiso ser las gotas de agua que golpeaban del otro lado del cristal. Era una visión nostálgica y reflexiva de su realidad: un hueco que pedía más y más y que le arrebataba la felicidad. Su horizonte incierto, su sonrisa menguante, el eclipse del amor. Pensó en el futuro y tuvo una sensación de vértigo. La vida solitaria, el hablar consigo mismo, recostarse en ese flanco tan etéreo y frío de su vida, dividirse e inventarse las personas con quien hablar. Finalmente llegaría el gran momento. El otro gran momento de la existencia: el de dejar de ser. La oscuridad y el frío. Abandonar las cuestiones que le daban seguridad y calor, ese amor enfermizo de compraventa que, mal o bien, lo había alimentado toda su existencia.

El chasquido de la lluvia contra la ventana parecía llegar desde el océano, como la música que vibraba en el cuerpo de Urica. ¿Por qué habían acudido a él estos recuerdos tan lejanos? se preguntó, mientras acariciaba a la belleza que no lograría despertar. El cuerpo flaco y excesivamente alto del millonario se inclinó lentamente hacia ella y le besó los pechos. Un aire de angustia lo envolvió. Una sensación vaga y molesta le tocaba el corazón. Sabía que no podía volver atrás y ese era el momento de afrontar el gran error de su vida. La vista de Leandro subía y bajaba una y otra vez. Observó de nuevo los cuadros de las paredes, los muebles, todo ese lujo superfluo que adornaba la habitación confortable pero sin vida. Su mirada se detuvo, nuevamente, en las dos copas vacías apoyadas sobre el piano. Su rostro dibujó una sonrisa tímida que se apagó pronto. Nunca había comprendido porqué, pero la música de Beethoven le arrancaba llanto. Sus interrogantes, sus argumentos, la suplica, la ansiedad de un hombre transformada en melodías y acordes. Creía comprender el ánimo del compositor a través de sus propias exigencias y sus amores imposibles. Él, al igual que Beethoven, terminaría de rodillas, llorando por algún amor frustrado. Pero lo de Leandro era sólo un lamento sordo que flotaba en el aire azul de esa habitación. Una súplica sin fuerza ni convicción. Miró nuevamente las dos copas vacías. El veneno es de lenta agonía, pensó, pero proporciona una muerte dulce y cercana al sueño.

Las largas piernas del millonario se flexionaron hasta encontrar con sus pies los de Urica. Ella estaba totalmente entregada a él, sin conciencia de nada, en una especie de profunda muerte aparente. Hacía ya varios meses que Leandro había descubierto aquella inoportuna carta, a la que le sucedieron otras y otras y otras más. Papeles rubricados con letra filosa, de espera, de anhelo. Cartas donde se volcaban latidos, deseos de vivir. Leandro sólo leía y callaba. Su corazón se había convertido en un túnel oscuro, tieso y glacial. Callaba con silencio de tumba, de polvo y de roca. ¿Por qué? Se preguntó. Al fin y al cabo, ella le pertenecía. Desde lejos le llegaron las campanadas de una iglesia.

 

Sintió frío. Deslizó su cuerpo debajo del de la pianista, temeroso de que despertara, aunque bien sabía que ella seguiría buceando las profundidades insondables del sueño. Lo recibió la tibieza aterciopelada del cuerpo de Urica. Todo su ser tembló de placer y de angustia contenidas.

La lluvia se había detenido y un viento frío había comenzado a soplar contra el ventanal. Nació como un aullido imperceptible, pero lentamente fue convirtiéndose en un lamento que llevaba una modulación humana. Era una melodía aguda y sombría, que parecía estar destinada a él. Un ulular que le penetraba los huesos. Era el lamento de Urica. Una cadencia que arrastraba una historia que se había  desarrollado a pulsos, entrecortada y sollozante. Al fin y al cabo él había sido un hombre que sólo la había colmado de lujo y aburrimiento. Era el motivo por el cual existían esas cartas.

Las manos de Leandro buscaron a tientas debajo de la almohada. Recordó los auditorios completos escuchar a Urica en silencio, luego las exclamaciones de asombro, los aplausos, los ¡bravo! de la multitud. Él le había abierto las puertas a todo aquello. ¿Quién habría sido ella sin él, después de todo? ¿Dónde habría ido a morir el don de sus manos si no la hubiese puesto bajo su patrocinio? No era justo: ninguno podía hacer nada sin el otro. Intentó imaginar el rostro del amante de la pianista. Quién quiera que él fuese, no estaba dispuesto a entregársela. Quizás no había sabido ver que ella le no pertenecería, que se marcharía algún día, llevándose su juventud, agotando ese manantial que llenaba el hueco de su vida. El filo del metal rasgó un dedo de Leandro y un hilo de sangre manchó las sábanas blancas. ¿Acaso no era lo mismo morir que dejar que le arrebatasen su posesión más valiosa?

Leandro envolvió su cuerpo con los brazos de Urica, que aún respiraba con suavidad. Luego acercó el metal a su pecho veterano y gris. “La música no acaricia el alma, sino que en ella encontramos retazos del alma” le había dicho Urica, una vez. Y él encontró sus propios retazos en la música de ella. Deseó volverse igual a los mares del olvido, convertirse en esos silencios desmesurados, que también formaban parte de la música.

Buscó un espacio entre sus costillas. Al fin y al cabo el corazón no era más que un pozo, un estanque, un aljibe profundo que todo se engullía. Respiró hondo y dejó que la vida, ese río efímero y solitario que divagaba entre el goce y el sufrimiento, retuviera por unas horas la belleza, en un mundo donde la belleza estaba destinada a morir.

 
   
 
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