GUILLERMO ROSSI
  Jesus is coming soon
 

Octavio estacionó el coche junto a un cordón enchastrado de petróleo y caminó con rapidez en dirección al muelle. Anduvo unos metros por una vereda angosta, esquivando baldosas flojas y botellas vacías. Por fin, decidió acortar el trayecto cruzando por el barro. Ursula también había bajado del Chevrolet y lo seguía unos pasos atrás. Antes de llegar a la explanada de cemento, Octavio se detuvo y encendió un cigarrillo. Sentía la camisa pegoteada en la espalda y en el cuello. Allí al frente, entre pajonales y sauces, se hallaba el embarcadero. No se sorprendió al ver que aún conservaba el aspecto opaco y decadente de otra época: las mismas barandas flojas y oxidadas, y al techo le faltaba mucho más que una chapa. Nada había cambiado en treinta y cinco años.

Subió unos escalones de hormigón y marchó lentamente sobre los tablones del muelle. Unos puntales de quebracho podrido, que aún daban batalla al embate del agua, asomaban por encima de las olas. En la distancia, las grúas de los astilleros se encorvaban penosamente sobre el río a punto de desplomarse. Una pequeña embarcación avanzaba con dificultad, a lo lejos, en dirección al muelle.

Octavio miró entre los listones de madera. Un torrente marrón y espeso se sacudía unos metros por debajo. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Recordó otra época, en ese mismo lugar. Entonces, él jugaba con su hermana en la costa del río, mientras sus padres tomaban mate y escuchaban la radio adentro del Siam di Tella. Allí estaban las olas sucias, las grúas de los astilleros, los barcos a medio construir y los pilotes carcomidos por el agua. En aquellos días lejanos, estaba convencido que el mundo le pertenecía y que así sería eternamente.  Su rostro se ensombreció. La vida se asemejaba a una gran comedia donde, quizás, nada sucedía verdaderamente: ni su existencia, ni el transcurrir del tiempo. Cuando abrió los ojos, Ursula estaba a su lado.  Le dio la última pitada al cigarrillo y lo arrojó al agua.

— La lancha sale dentro de media hora —dijo ella.

Octavio le hizo un gesto de aprobación. ¿Cómo olvidar aquella tarde en que su padre lo había obligado a caminar hasta el final del embarcadero? El viento soplaba con fuerza y apenas podía mantenerse de pié. Las olas reventaban con furia contra la base del muelle, desparramaban ráfagas de agua sucia que se elevaban en el aire y amenazaban con arrastrarlo hacia la turbulencia del río. Era la primera vez que Octavio había sentido miedo a la muerte. Había avanzado hasta la mitad del camino y se había largado a llorar. Su padre le gritaba desde lejos, empecinado, que la única manera de sobreponerse a los miedos era retándolos a duelo. Ese estremecimiento, profundo y primario, había sido el primero y el más importante de su vida. El temor le había enseñado a desafiar la vida sin dar pasos en falso. Era sinónimo de supervivencia.

En el aire había comenzado a flotar una bruma baja y ácida que cada tanto les arrancaba una tos seca y dolorosa. Ursula tenía la vista clavada en la lancha; él, en sus hermosos ojos negros, profundos y chispeantes. La piel de Ursula era blanca y lisa, y debajo de su pequeña nariz recta, resaltaban unos labios finos e inquietos de color uva. Nunca le había preguntado cuántos años tenía, tampoco porqué lo acompañaba. Quizás nada de eso había sido necesario y, quizás también, porque muchas veces había tenido la sensación que el acompañante era él. El destino los había igualado en humillación y eran dos personajes sobreviviendo entre los escombros de un mundo abandonado, abarrotado de basura, de gente relegada, donde apenas quedaban ganas de vivir.

La lancha corcoveó varias veces y golpeó contra las cubiertas de goma que colgaban de las columnas del muelle. Un muchacho alto y huesudo saltó a cubierta y la sujetó con varias vueltas de soga. Dos tipos se acercaron al embarcadero y se recostaron sobre la baranda oxidada. Los acompañaba un galgo famélico que mordisqueaba una lata vacía. Llevaban dos largas bolsas de lona, de esas que se usan para guardar cañas de pescar. Uno de ellos andaba por los cincuenta largos, llevaba puesto un gorro de lana y una campera de jean con una inscripción que decía “Jesus is coming soon”. El otro tipo tenía aspecto más juvenil y un cierto parecido a Mick Jagger. Los dos clavaron sus miradas en la pareja. Pronto, uno de ellos comenzó a hacerles señas con la mano.

Octavio se preocupó. Tenía todo el dinero en la mochila.

— ¿No tiene unas moneditas, caballero? — preguntó Mick Jagger, extendiendo hacia Octavio una mano nudosa y llena de venas—. Andamos faltos de olla, ¿vio?

La pareja se miró en silencio. Jagger dibujó una sonrisa cómplice que se desvaneció rápidamente. Octavio metió la mano en la mochila con cautela. Tanteó el fajo de dinero y luego el revólver. Sacó a tientas uno de los billetes y se lo ofreció: había salido uno de los grandes. Los ojos lechosos del hombre lo miraron con una mezcla de asombro y desilusión.

— Disculpe, jefe, no se ofenda… — dijo y le volvió a sonreír—, pero… ¿no tiene más chico? Esto y nada es lo mismo… ¡No me lo van a cambiar en ningún lado!

Al ver el billete el otro tipo se abalanzó sobre Octavio, le pidió disculpas y le dijo que él jamás se hubiese atrevido a pedirle dinero a un desconocido. Luego agregó que entre sus muchos defectos aún conservaba dos virtudes: ser peronista y de gimnasia.

Los hombres no tardaron en disputarse el dinero. Octavio miró de costado a Ursula y luego hacia los dos hombres que, ahora, habían decidido jugarse la plata a la próxima lluvia. Jagger afirmaba que caería agua antes que se hiciera de noche; el otro apostaba que no iba a llover hasta el amanecer, pero pronosticaba sudestada y agua para varios días. Octavio les cambió el billete por dos más chicos.

La pareja se trasladó hacia un pequeño refugio de madera ubicado en el otro extremo del muelle. Sacaron pasajes sólo de ida y, sin demora, abordaron la lancha con sus abultadas mochilas colgadas en la espalda. Tras ellos se colaron Jagger, su amigo y también el galgo famélico. Un hombre grueso y calvo estaba sentado al volante de la embarcación. A pesar del frío, el tipo llevaba una camisa de manga corta y sudaba como en pleno verano. La lancha zarpó casi vacía. Avanzaron pesadamente entre camalotes, marañas de ramas secas y postes clavados en el fondo. Sobre la margen derecha del riacho, yates y veleros de distinta clase flotaban prolijamente sobre la superficie del agua, amarrados a la costa del club náutico. La orilla opuesta se encontraba a menos de diez metros. Un terraplén de barro descendía gradualmente desde los fondos de un restaurante al paso hacia la costa, abarrotada de desperdicios. Papeles y bolsas de nylon danzaban en el aire, arrastradas por la brisa. Sobre la superficie aceitosa del río asomaban chapas, inodoros partidos, pañales y muñecos de plástico.

Viajaron unos minutos sin hablar, observando alternativamente hacia ambos lados de la lancha. El ruido del motor era ensordecedor. El riacho se estrechó en una curva. Unos pibes descalzos, en la orilla más cercana, jugaban a pescar con el mango de un paraguas. Cuando entraron en el canal principal, Ursula volteó su cabeza y observó, con lástima, la entrada del puerto, los edificios desmantelados, los enormes tanques de combustible y unas vías en desuso. Al costado del terraplén se alzaba un letrero donde se leía: “Destilería”.

El sol rasante del atardecer se licuaba en la bruma baja y la teñía de un color naranja pastel. En lo alto, unas nubes negras y aisladas resaltaban en el azul metálico del cielo. El río estaba picado y balanceaba la embarcación con insistencia.

El robo había resultado más fácil de lo previsto. “Cuando se planea con prolijidad, las cosas no pueden andar mal,” pensó Octavio. Ningún muerto y unos cuántos millones en las mochilas. No estaba mal. Sólo faltaba un paso para terminar con todo: una lancha los recogería a la madrugada del día siguiente. Después, en algún punto del río, harían el trasbordo a un velero y de allí partirían, sin escalas, rumbo a Montevideo.

Después de unos minutos, el hombre grueso y sudado que estaba al mando de la lancha, giró el timón y enfiló la proa de la embarcación hacia un canal amplio y recto. A lo lejos ya se alcanzaba a divisar la zona donde comenzaba el río abierto. La vasta superficie marrón del agua fundía sus contornos, en el horizonte, con el azul plomizo del cielo. Muy a lo lejos, se distinguían las siluetas de barcos de gran calado que esperaban el turno para ser remolcados hacia el canal principal que conducía al puerto.

La embarcación se detuvo, por fin, frente a un muelle de madera reseco y desvencijado. El mismo muchacho alto y huesudo de antes se apresuró a saltar sobre unas escaleras de quebracho, tiró del extremo de una soga amarrada al casco de la embarcación y la sujetó con destreza a los pilotes torcidos. Octavio bajó primero y le tendió una mano a Ursula. Los tablones estaban aún más separados que en el embarcadero de donde habían zarpado. Avanzó mirando hacia abajo, desafiante, pisoteando su pasado decente e inseguro.

Caminaron a lo largo de una vía angosta hacia una zona de bares y parrillas. Poco antes de llegar, giraron en dirección a la playa y se internaron en un sendero estrecho, flanqueado por árboles y arbustos de diversas tonalidades de verde. Las ramas más altas se entrelazaban por encima formando un túnel frondoso que se extendía, de manera continua, a lo largo de varios cientos de metros. El follaje amortiguaba el paso de la luz  pero aún era suficiente para producir reflejos rojizos sobre la superficie de los charcos. Ursula marchaba adelante con firmeza y elegancia. Tenía un cuerpo atlético y flexible que le permitía sortear con soltura el agua estancada en los pozos valiéndose de piedras y ramas caídas. Su pelo castaño era sedoso y ondulado, y lo usaba más bien corto con las puntas vueltas hacia adentro. Llevaba puesto un pantalón de gimnasia azul oscuro ceñido al cuerpo que destacaba las curvas de sus piernas. Los dos tenían los pies empapados y las camisas pegadas al cuerpo.

En menos de media hora, la recova silvestre terminó de forma abrupta en una zona descampada. Desde allí les llegaba el rumor de las olas y podían ver la ribera. A la izquierda, unos enormes bloques de cemento premoldeado marcaban el comienzo de un espigón que se extraviaba, a lo lejos, en el río. A la derecha, detrás de las mesas precarias de un camping, se cerraba la espesura del monte. El peso de las mochilas era insoportable. Se detuvieron a descansar al pié de una montaña de grava casi tan alta como un edificio.  Octavio encendió dos cigarrillos y le pasó uno a Ursula. Fumaron en silencio y luego retomaron la marcha en dirección al monte. Un rato después, llegaron a un refugio cubierto de ramas y musgo. Se trataba de un vagón de tren abandonado. Tenía todas las ventanas clausuradas con listones de madera excepto una, cercana a la puerta de entrada. Al costado, entre los árboles, asomaba la parte trasera de un rastrojero: tenía la pintura descascarada, le faltaban todos los vidrios y, a juzgar por la podredumbre de las cubiertas, llevaba varios años en llanta. Sobre el costado opuesto del refugio y rodeado de tanques de combustible, aparecía un carretón metálico destinado a trasladar botes hacia el río.

Ursula sacó el revolver que llevaba en su morral, se lo colocó en la cintura y le hizo un gesto a Octavio. Su compañero dejó la mochila en el suelo y deslizó la puerta del vagón. Un silencio mohoso lo recibió. El interior estaba en penumbra y hacía frío. Ursula encendió un fósforo, caminó unos pasos tanteando en la oscuridad hasta encontrar el farol a querosén que colgaba del techo del refugio. Dejó caer el fósforo al suelo y encendió otro. Una luz lánguida llenó el refugio de sombras extrañas. Era un sitio pequeño y angosto. Todo el mobiliario se reducía a una mesa hecha de cañas, una cama y una estantería antigua donde se apilaban algunas ollas y otros elementos de cocina. Dejaron las mochilas sobre la cama. Octavio respiró hondo: el olor a querosén que emanaba de la lámpara le daba una inexplicable sensación de bienestar. Miraron las mochilas y sonrieron calladamente.

Permanecieron de pié debajo de la lámpara y se refugiaron en el calor de la llama. Se observaron durante un largo rato, como queriéndose robar secretos en silencio. La luz cenital del farol resaltaba las facciones de la pareja. Las arrugas de Octavio se notaban profundas y definitivas. Ursula era verdaderamente bella y sus ojos tenían el color de los caminos por recorrer. Se acercaron con la misma naturalidad con la que se atraen dos astros. Se desnudaron y se secaron en silencio. Los pechos de Ursula eran medianos y firmes, y bajo la luz amarillenta del refugio sus pezones sobresalían como dos piedras preciosas. Octavio sintió crecer la marea dentro su cuerpo. Se abrazaron. La piel de Ursula exhalaba una suave fragancia a flores y a juventud. Naufragó en sus ojos oscuros y su boca húmeda, sin pintura. Ursula buscó los labios de Octavio con los suyos y se besaron como si fuese la última vez.

Durante la noche se levantó un viento frío y seco que parecía arrastrar la copa de los árboles. Traía olor a barro y a río. El viento silbaba entre las ramas pero no llegaba a molestar a la pareja. A la madrugada comenzaron a llegar sonidos lejanos de motores y luego unos estallidos ahogados que venían del embarcadero. Ursula se sentó en la cama de un salto y sacudió a Octavio.

—¿Escuchaste? —preguntó preocupada.

Octavio tardó en contestar.

—Si— respondió y dio media vuelta en la cama. Deben ser cazadores.

Ursula vaciló. Miró el reloj, aún faltaba un largo rato para la hora del encuentro.

El viento soplaba hacia el río y traía ladridos y voces lejanas.

— Vienen del embarcadero… ¿Y si nos están buscando?

Octavio se incorporó lentamente; tenía sueño y le dolían las piernas. Ursula se levantó de la cama, se calzó la campera, encendió el farol y lo dejó sobre la mesa.

    ¡Tenemos que irnos, Octavio!— insistió con firmeza.

Octavio la miraba desde otro mundo. Se levantó de la cama y comenzó a vestirse a la fuerza. Recogieron las mochilas y también las armas. Una sirena comenzó a sonar a lo lejos.

¡No perdamos un minuto más!— exclamó Ursula.

Al salir del refugio Octavio golpeó la lámpara a querosén con la mochila y ésta cayó al suelo. El refugio quedó a oscuras nuevamente. Afuera los recibió un viento helado y pastoso. Una llama ínfima había quedado ardiendo en el piso, junto al farol.

 

Marcharon a paso firme en dirección a la playa. La sirena se había detenido, pero cada tanto les llegaban sonidos confusos. Algunos eran distantes y entrecortados; otros, parecían brotar de los sauces y las malezas cercanas. Se levantaron los cuellos de las camperas y se ajustaron los revólveres a las cinturas. Tardaron media hora en divisar la línea de costa. La marea estaba baja y dejaba a la vista una franja arenosa extensa y desolada. Observaron el horizonte borroso que se perdía entre el río y las nubes. Decidieron continuar la ruta protegidos en la última hilera de árboles: si alguien realmente los seguía, marchar por la ribera del río no era lo más prudente.

Ursula tenía el pelo revuelto y lo apartaba cada vez que caía sobre su cara. Todavía era de noche y avanzaban como dos manchas en la oscuridad. Una y otra vez, volvía su mirada hacia atrás y creía ver luces que venían del vagón abandonado. Los ladridos sonaban cada vez más cerca y los ruidos de pisadas cercanas no cesaban. 

Por fin, llegaron a una pequeña ensenada. Era una zona plana y verdosa, donde solo se erguía el tronco carbonizado de un árbol. En la base, un círculo irregular de piedras contenía restos de basura y ramas, todo cubierto por una delgada capa de arena y ceniza. Era el lugar del encuentro. Octavio miró el reloj: faltaba sólo un cuarto de hora. Un resplandor ambiguo brillaba en la oscuridad: parecía que el cielo comenzaba a llenarse de colores. No le dieron importancia; dejaron las mochilas en el suelo, encendieron unos cigarrillos y se sentaron a esperar sobre un tronco caído. Un humo extraño se intercalaba con el del tabaco.

Poco antes de media hora, una lancha se aproximó a la costa. Enseguida, dos hombres bajaron de la embarcación. Sus siluetas desiguales se recortaban contra la claridad incipiente del cielo. El más alto, tenía una cabeza cuadrada y excesiva que parecía estar incrustada en un cuerpo sin cuello; el otro, era apenas era más alto que una escoba, tenía una barba canosa y descuidada y unos ojos redondos y tristones como si hubiese estado llorando desde el día que conoció el mundo. Estaban vestidos con ropas de pescadores y cada uno llevaba una escopeta colgada del hombro.

Ursula y Octavio se levantaron y caminaron hacia a los recién llegados con las mochilas cargadas en la espalda y los revólveres todavía metidos en la cintura.

—¿Todo listo, pibes? — preguntó el gigante de cabeza cuadrada.

Ambos asintieron en silencio y apuraron la marcha. No alcanzaron a dar dos pasos: los tipos ya les apuntaban con las escopetas. Los recién llegados estaban afirmados de de espaldas al río. Por detrás, unas olas largas y chatas acariciaban acompasadamente las arenas contaminadas de petróleo.

—¡Los fierros al piso y pasen las mochilas! Ningún movimiento en falso —les advirtió el grandote sin cuello.

Octavio y Ursula intercambiaron una mirada nerviosa. Octavio vaciló. Finalmente sacó el revólver de la cintura con la punta de los dedos y lo arrojó, de mala gana, sobre la arena. Ursula se mantuvo inmóvil.

—¡Vos también flaca! ¡Rápido, el revólver al suelo!

Ursula titubeó, sorprendida. La habían traicionado.

—¿No entendés flaca! —gritó el barbudo— ¡Vos también, carajo! ¡Tirá el revolver al piso!

Los ojos de Ursula relampagueaban con odio. El petiso se acercó a Ursula con cautela. Cabeza cuadrada quedó atrás, prestando atención a todos los movimientos. Los ojos tristones del petiso observaban a Ursula con una mirada oblicua y lasciva. Ella acompañaba los movimientos del tipo con ojos firmes y fulminantes. El petiso tironeó del revólver que ella llevaba en la cintura y lo arrojó al piso, junto al otro. La rodeó. Sus ojos recorrían, inquietos, la atractiva geografía de la muchacha. Se lo veía abstraído, distante, disfrutando de alguna situación que sólo era visible para él.  De repente, se enganchó la punta del zapato con una raíz y se clavó de rodillas en la arena. Cabeza cuadrada sonrió en silencio sin quitar el ojo de la pareja. Desde abajo, las piernas de Ursula parecían más largas. Los ojos del petiso se agrandaron y clavó la vista en la angostura debajo del cierre del pantalón. Al incorporarse, le acarició una pierna con un movimiento lento y adherente.

—¡Buena merca!— suspiró con voz aflautada.

—¡Basura!—Ursula temblaba de odio Su lengua corrió entre los labios y buscó furtivamente algo invisible. El barbudo acercó su cara a Ursula y le dibujó una mueca libidinosa con la boca. Ursula le escupió los ojos. El gigante lanzó una carcajada.

— Difícil la putita, ¿no? — dijo cínicamente, sin quitarle la vista de encima—. ¿Quién entiende a las mujeres, eh?

Mientras el petiso se limpiaba la cara con la palma de la mano, Octavio observaba la escena, desconcertado. Ella le dirigió una mirada neutra y fría.

En ese momento, les llegó una explosión muy fuerte. Fue como un trueno surgido de las entrañas de la tierra. El cielo se tiñó de un color naranja turbulento y las caras de los cuatro se iluminaron al mismo tiempo. A lo lejos, las ramas de los árboles crujían y estallaban por el fuego.

Los tipos miraron, sorprendidos, hacia las bandadas de pájaros que huían de las llamas. Octavio recordó los tanques de combustible al costado del refugio. Pronto no hubo más cielo, una espesa columna de humo se elevaba en el aire y avanzaba hacia ellos empujada por la brisa. Octavio buscó el 38 que llevaba en el bolsillo derecho del pantalón. Apuntó a la cabeza del gigante sin cuello y apretó el gatillo. Un estallido seco interrumpió momentáneamente el crepitar del fuego. Octavio no esperó a ver el resultado. Se volteó con rapidez y apuntó al petiso de barba. Disparó dos veces con los ojos cerrados. El petiso barbudo arqueó las piernas, se inclinó hacia adelante y luego se desmoronó sobre la arena. El gigante sin cuello, como una bolsa llena de pescados, yacía desparramado sobre la superficie ondulosa de la playa. Debajo de su cabeza cuadrada había comenzado a acumularse un charco de sangre.

Permanecieron un rato sin hablar. Las llamas se elevaban alto en el cielo y zumbaban con furia, arrastrando calor y humo. En el aire había quedado flotando olor a pólvora y a engaño.  Desde lejos les llegaba el rumor de las olas.

Octavio se agachó a juntar su mochila y a recoger unos billetes que habían saltado sobre la arena. Ursula lo observaba con atención.

A lo lejos se escucharon ladridos, tiros y algunos gritos.

— ¡Están cerca! — Ursula se inquietó. ¡No podemos perder un minuto!

Octavio no respondió. Cada uno cargó su mochila y caminaron a paso firme hacia la lancha. Pasaron cerca del cuerpo del gigante: tenía los ojos abiertos hacia el cielo y daba la sensación que estaba absorto, contemplando algún horizonte distante y confuso.

Ursula fue la primera en llegar y arrojó con prisa su mochila adentro de la lancha. Octavio avanzaba arrastrando un pié, ensimismado. Justo en ese momento se descargó la lluvia que había pronosticado el compañero de Jagger. Octavio lo imaginó reírse con ganas reclamándole la plata a su amigo. Miró hacia los hombres caídos y luego hacia la maleza. Daba la impresión que tenía todo el tiempo del mundo para escapar de allí.

— ¡Apurate Octavio!

El grito de Ursula lo arrancó de sus pensamientos. Levantó la vista y al ver su cara demacrada sintió una pena profunda. Cuando estuvo a un paso de la lancha, Ursula estiró los brazos para recibirlo. Octavio la ignoró y arrojó la mochila adentro. El agua le llegaba a los muslos, sintió frío y cansancio.  Se afirmó en los bordes de la lancha y levantó su cuerpo de un empujón. Ella lo detuvo con el caño del revólver. Octavio no se sorprendió.

— Lo siento, creéme… —dijo Ursula fríamente —, pero así son las cosas… Esto no se reparte.

Octavio no le respondió, tenía la cara tiesa de la desilusión y la bronca.  

— ¡Date vuelta! —le ordenó ella.

Un estallido penetrante arrasó con el rumor de las olas. Dos tipos vestidos de policía emergieron de los pajonales entre gritos y tiros al aire.

— ¡No se muevan! — les gritó uno ellos. El otro avanzó con el arma levantada a la altura de los hombros.

— ¡Las armas al suelo! ¡Rapidito, vamos!

Ursula levantó el arma. Sin vacilar, le disparó al policía que se acercaba. El tipo se frenó en seco como si se hubiera chocado contra una pared invisible y cayó de rodillas al suelo. El que estaba más lejos respondió los tiros y el primer balazo dio en el cuerpo de Ursula. Fue un impacto pastoso y apagado. Octavio se estremeció de furia. Arrancó el revólver del cinturón y comenzó a disparar a lo loco.  El policía respondió con una ráfaga de tiros. Uno impactó en el motor de la lancha. La explosión repartió lenguas de fuego sobre la embarcación y el río. Después giró y apuntó a Octavio.

— ¡Hijo de puta! ¡Hasta acá llegaste! —gritó el policía, fuera de control.

Octavio bajó los párpados y esperó el disparo. Y lo escuchó. Cuando abrió los ojos, el policía estaba tirado en el suelo con la pistola todavía en la mano. Dos tipos habían saltado de los matorrales y corrían en dirección a Octavio. Tras ellos, un galgo famélico avanzaba a los saltos. Jagger  llegó primero y luego el de campera de jean, que se había detenido a hacerle un corte de manga a uno de los policías muertos. Levantaban los brazos y se reían a los gritos, como si hubiesen ganado un campeonato de fútbol. Cuando estuvo cerca a Octavio, el de campera de jean se estiró la remera hacia fuera y le mostró, orgulloso, la inscripción “Jesus is coming soon”.

Octavio quiso sonreírle pero no pudo. Sobre el río, la lancha se balanceaba como una enorme cacerola de fuego. Octavio intentó correr hacia la embarcación pero Jagger se lo impidió. Los dos tipos lo arrastraron hacia las malezas tironeándole del brazo. Se perdieron entre los juncales y subieron a un bote de madera amarrado en un canal apenas más ancho que el bote.

—¡No se te puede dejar solo un minuto! — le reprochó chistosamente Jagger mientras comenzaba a remar. El de campera de jean palmeó la espalda de Octavio, intentando estrechar el abismo de desazón que llevaba dibujado en el rostro.

—Tenías razón de la piba… — comentó en voz baja.

Pero Octavio no escuchaba, tenía la vista clavada entre los juncos. A lo lejos, las olas balanceaban las cenizas de los sueños en los que alguna vez había querido creer. El viento comenzó a soplar con fuerza. Octavio recordó las tablas resecas del muelle, las olas espesas que se enredaban por debajo y aquel miedo terrible a la muerte. Asintió en silencio, la vida no era más que una gran comedia.  Volteó la cabeza hacia los hombres y palmeó la espalda de Jagger. Luego se dirigió al otro.

— Gracias, Jesús — le dijo en voz baja y comenzó a llorar.

 
   
 
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