GUILLERMO ROSSI
  Volcanes de juventud
 

                                   “...la fantasía también forma parte de tu biografía”

 Silvia A. Kohan

 

A mediados de los años setenta, cuando la música psicodélica hacía furor en el mundo y las expediciones a la luna ya eran historia antigua, el pequeño universo de Julio se preparaba para la gran explosión. Habían comenzado a aparecer vellos en todo su cuerpo, la voz de pibe lo abandonaba a gran velocidad, y sus rebeldes rulos rojizos apenas alcanzaban a disimular los volcanes de juventud que arruinaban su frente y su dignidad adolescente. Era una época de muchas dudas y pocas certezas, pero si algo estaba claro era que la vida, como el día y la noche, estaba dividida en dos mitades: la oscura del colegio y la brillante y deliciosa de las vacaciones. Aunque sin mayores pretensiones, los veranos eran el eje de la existencia: las travesuras en bicicleta, escuchar canciones de los Beatles, reunirse con los amigos del barrio y, sobre todo, pasarse siestas enteras leyendo libros de aventuras. Pero aquel verano, que recién comenzaba, iba a ser diferente.

Era una tarde de enero como cualquier otra: el cielo estaba soleado y el aire encendía la piel. Julio estaba recostado en una hamaca, bajo la sombra de una pérgola, en la casa de un amigo. El traje de baño aún chorreaba agua de la última zambullida en la pileta. Desde allí podía contemplar todo el parque de la casa sin necesidad de girar la cabeza. A su derecha, estaba el jardín de adelante, amplio y despejado, donde solían armarse los partidos de fútbol. Un sendero estrecho de baldosas rojizas lo atravesaba de un extremo al otro y llegaba hasta la pérgola. A su izquierda, se desplegaba la parte posterior del parque, más amplía todavía y llena de árboles, arbustos y con suaves desniveles del terreno. Era justo allí, casi en el centro, donde se encontraba el corazón de la casa: una elegante pileta de natación de forma irregular, revestida de diminutas baldosas de color celeste.  Las quejas de las chicharras y el murmullo de voces distantes interrumpían ocasionalmente el pastoso silencio del verano. Como de costumbre, Julio estaba entregado por completo a la lectura de un libro de aventuras. De improvisto, un taconeo apresurado y presumido le llegó desde la casa y se interpuso entre las olas del mar, los barcos y los piratas. Fue entonces cuando vio a Linda por primera vez. Llevaba puesta una solera blanca y caminaba desplazándose con la elasticidad de una pantera. Tenía brazos largos y delgados y sobre sus hombros se abatía una cascada de pelo lacio y rubio. Al pasar cerca de Julio torció la cabeza hacia un lado a modo de saludo. Una sugestiva fragancia a violetas y jazmines flotaba, invisible, tras sus pasos. Julio respondió su gesto con un “hola” tan tímido que casi ni se escuchó. Una sensación desconocida se le había atorado en el cuello. Ella lucía tan atractiva y segura de sí misma; él, en cambio, estaba postrado en una hamaca vegetando en fantasías ajenas. Se sintió insignificante y tonto. Ella avanzó unos metros más y se detuvo repentinamente, como si algo se le  hubiese caído al suelo. Volvió hacia atrás, hasta donde se encontraba Julio y le sonrió. La hamaca colgaba tan cerca del suelo que sus ojos estaban a la altura de las rodillas de Linda. Desde allí abajo, sus piernas parecían infinitas.

Ella le hizo una pregunta y el terciopelo de su voz quedó vibrando en  aire por unos segundos. Sin dejar de mirarla, señaló en dirección a la pileta. Solamente el rojo de sus labios coloreaba su cara. La forma de las cejas le recordaba a Julio la elegancia de las alas de los pájaros abatiéndose en vuelo. Él y sus ídolos de fábula, habían comenzado a naufragar lentamente en el océano vítreo y profundo de aquella mirada femenina. Intentó decir algo, pero como ocurre en los sueños, la voz lo traicionó. Ella volvió a sonreír y continuó su andar en dirección a la pileta. Julio cayó en la cuenta que todo ese tiempo había estado con la boca abierta. Frente a sus adolescentes ojos habían desfilado todas las deidades de su ínfima mitología reunidas en una sola persona.

 

No volvió a verla. Imposible precisar por cuánto tiempo. Y a pesar que sólo recordaba el color de sus ojos y su andar felino, era suficiente para pensar en ella todo el día. Ni el fútbol, ni la pileta, ni la guitarra ya lo entretenían como antes.  Tampoco se atrevió a preguntar quién era para no delatar su interés. Hubiera sido terrible. Y puesto que no conocía su nombre, decidió llamarla “Linda”. Porque así era ella.

La espera fue confusa e indeterminada. Por fin, una tarde, Linda volvió a aparecer en el jardín. Algo dentro de Julio vibró de alegría al verla, pero ella apenas lo miraba y sólo le regalaba sonrisas al pasar. Su universo se expandía aceleradamente bajo la luz de un sentimiento hasta entonces desconocido. Todo su mundo anterior le resultaba vacío y tonto. Los ideales femeninos de sus amigos le resultaban idiotas y vulgares: las caderas de la mujer del zapatero, la rubiecita de pecho exuberante de la esquina, la gitanita del parque que regalaba besos escondida encima de los árboles. Qué ridículo era todo aquello. Linda, en cambio, le abría profundidades insondables en la boca del estómago y le despertaba caprichos debajo de los pantalones. Por supuesto, ella no lo sabía y tampoco podía decírselo. Un abismo los separaba. Julio apenas había  fumado a escondidas dos veces y ella, ella ya había pasado los treinta y tenía dos hijas.

Pero nada de eso lo amedrentaba. Para Julio, Linda no tenía edad, ni hijas y menos aún, marido. Sólo sabía que era alta, rubia como la miel y que las curvas de su blusa escondían tesoros de piel blanca y perfumada. Y era quizás, la diferencia de edad lo que más lo atraía: ella no sólo era hermosa, sino además era una belleza con experiencia. Quería sentirse cerca, olerla, acariciarla… ¿Cuál era su mundo, en qué pensaba? Recurrió a todos los métodos que estaban a su alcance para averiguarlo: se escondió en los roperos, detrás de las plantas y en todo lugar donde pudiera escuchar alguna conversación. Así se enteró detalles de su vida y, también algo importante: que los muslos de esa señora le vaciaban el alma cada vez que se cruzaba de piernas. ¿Qué podría satisfacer a semejante mujer? ¿Un castillo en la cima de una montaña? ¿Cofres repletos de oro? Julio solo contaba con la bici, una docena de discos y algunas canciones incompletas. Todo lo que deseaba era besarla y dejarse llevar por ella…

Cerca de la pileta había un cuarto que se usaba para cambiarse la ropa y dejar bolsos y toallas. Estaba cubierto casi por completo por enredaderas y sólo tenía una ventana diminuta con vista a la pileta. Julio se estaba cambiando. Escuchó pasos acercarse a la pileta y espió por la ventana. Su corazón se aceleró cuando vio que Linda estaba allí, parada en el borde de la pileta, con una bikini verde. Se sintió afortunado de poder verla sin ser visto, de poder admirar su cuerpo todo el tiempo que se le antojara. Linda se acercó a una mecedora, se sentó, se acomodó los breteles de la malla y tiró su cuerpo hacia atrás, contra el respaldo. Julio cerró los ojos y la abrazó en su imaginación. Cuando los abrió, ella ya no estaba allí. Exploró con la mirada el entorno de la pileta, pero no la encontró. Conteniendo la respiración, esperó verla aparecer en algún momento. Quizás había ido a buscar algo. En ese momento crujió el picaporte del cuarto. Julio lanzó un manotazo al aire, pero fue muy tarde. Linda ya había entrado y ahora cerraba la puerta. No parecía sorprendida. Nadie habló. No hubo preguntas ni explicaciones. Estaban los dos solos, frente a frente. Julio, descubierto en su bajeza y ella, con su bikini verde, más imponente que nunca.

—¿Vas a dejar de espiarme?  

No contestó. Sintió que las rodillas le temblaban un poco. Linda se adelantó hacia él y se detuvo tan cerca que pudo sentir su respiración. Descalza no le pareció tan alta.

—Dame la mano— ella le ordenó con tono cortés.

Julio observó la piel bronceada de sus muslos y la franja de piel blanca junto a los bordes de la malla verde. Hipnotizado, respondió a la orden y le tendió la mano. Ella la tomó entre las suyas sin dejar de mirarlo. Julio sintió un dolor agudo en la palma de la mano y enseguida un hilo de sangre comenzó a resbalar en su piel. Ella escondió algo entre sus dedos y sonrió burlonamente.

—Es sólo una espina… —dijo.

Levantó la vista y la miró con disgusto. Fue entonces cuando sus ojos encontraron el océano azul que Linda llevaba en su mirada. Ella se acercó un poco más. Julio creyó ver playas de piedras preciosas y verdes olas del mar sobre una isla desierta. Un arco iris comenzaba a extenderse debajo de sus pies y se elevaba, sobre el mar, uniendo el abismo que existía ambos. Temerosamente, estiró su mano y la acarició con suavidad, con ese cuidado divino con el que se resguardan los sueños inalcanzables. Linda apoyó su cuerpo contra el de Julio y rodeó su cuello con el mechón más largo de su cabello. Le empujó su cara hacia la de ella y humedeció sus labios con la punta de su lengua. El pecho desnudo de Linda pronto apareció entre nubes de piel blanca y fulgores violáceos. Julio se elevó por encima del mundo y sintió vértigo allí arriba, en la fusión entre el cielo y la fantasía.

 

Una corriente de aire golpeó la cara de Julio. Escuchó el ruido del libro caer al suelo. Abrió los ojos con temor. Con desilusión vio a Linda, del otro lado del parque, vestida con la solera blanca, de pié junto a una mecedora. Hablaba con alguien de la casa y entre gesto y gesto intercalaba una risita aguda y superficial. Al rato saludó, dio media vuelta y volvió hacia donde había venido. Pasó cerca de Julio y lo saludó con un movimiento minúsculo de su mano. Los tacos sonaron nuevamente en las baldosas. Julio la siguió con la mirada hasta que la silueta de la pantera de solera blanca se perdió dentro en la casa. Con desgano levantó el libro del suelo y lo dejó caer sobre sus piernas. Aunque un tiempo después supo su nombre, continuó llamándola Linda y abrazándola en su imaginación.
 
   
 
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