GUILLERMO ROSSI
  La eterna muerte de Gonzalo Villalba
 
                                       “Sólo quien ama vive en dos cuerpos su muerte….”
Rodríguez Pacheco (*)
 
Pródigo en silencios y desengaños, más que en amores cinco estrellas, Gonzalo Villalba aún retenía un hálito de esperanza en cercarle una trampa a la soledad, esa perra en celo que no cedía a su conquista, a pesar del largo tiempo que cargaban de íntima convivencia. Con un aire inexpresivo, viciado de boleros y de amores saqueados, alzó el frasco de vidrio por encima de sus ojos, lo sostuvo a contraluz de la lámpara que colgaba del techo y examinó el contenido con detenimiento.
Mañana, cuando amanezca, seré otro hombre…” se repitió a sí mismo en un hilo de voz, mientras la luz pálida de la lamparilla atravesaba las facetas del cristal y arrancaba de la penumbra del cuarto la silueta de un objeto terroso, del tamaño de una naranja. Desde la calle le llegó el murmullo del tránsito, luego una ligera vibración en las ventanas. Con mucho cuidado, apoyó el recipiente sobre la mesa de luz y se dejó caer sobre la cama. Su mirada se diluyó en la aridez del cielo raso y en la pesadumbre de las paredes blanqueadas a la cal.
Nacido y criado bajo el cielo traslúcido de la Sierra, entre dunas de arena y planicies de fango hendidas por el sol, Gonzalo Villalba, muchos años atrás, había decidido cambiar el horizonte diáfano de su juventud por el cielo velado del aristocrático barrio de San Isidro. Había conseguido instalarse en el altillo de una casona de principio de siglo pasado, situada entre “La Lima antigua” y el mar de Miraflores, muy cerca de la facultad donde se había graduado de Licenciado en Filosofía y Letras. Era una habitación muy pequeña, una “buhardilla” cómo le había llamado un amigo cierta vez y con cierto sarcasmo. Sólo entraba su cama, una silla, un ropero diminuto, un televisor (que nunca encendía) y los eclipses de amor que lo abismaban a la angustia, a la renunciación. Pero mal o bien, Gonzalo encontraba en su refugio un claro y definitivo mensaje del destino: una “cámara de sacrificio”, un caldero que sublimaba el humo incierto de sus sueños y que acopiaba escorias de realidad y rutina.
La respiración le latía en el estómago y sus párpados se entrecerraron. Descubrió que, con los ojos aguzados todo se veía diferente: la forma de los objetos cambiaba ligeramente y la coloración del fondo, alternaba continuamente entre sombras complejas y centelleos tornasolados. Apoyó la nuca en la almohada y trató de no pensar en nada. Sentía el cuerpo tibio y blando. Por último, el cansancio le obligó a cerrar los ojos. Frente a la enorme bóveda azul que entonces se desplegó entre su alma y la piel de sus párpados, Gonzalo Villalba, se encontró, por fin, dentro de sí mismo. Con los labios apenas cerrados y en un estado de hipnosis aparente, se entretuvo con las figuras que entraban y salían de escena en el teatro virtual de su memoria ¡Qué anarquía extraordinaria encerraba ese ínfimo lugar! Lo etéreo se tornaba corpóreo, los recuerdos se infiltraban a toda velocidad; los nombres de las personas, estáticos y negros en tinta, vibraban y se coloreaban en tonos pasteles y aceitosos, como carteles de neón. El pasado no había transcurrido y el futuro se empujaba hacia el presente formando una amalgama única y amorfa. Era allí, en el hemisferio de los sueños, donde se libraban todas las batallas, era la tierra de los cataclismos espirituales, el origen de la música y de los seres mágicos; era el vientre fecundo donde la dicha y la angustia procreaban, sin descanso, los vasos sanguíneos que irrigaban la vida de Villalba.
La imagen de Consuelo no tardó en aparecer. “¡Consuelo!” El eco de su nombre perfumó de ironía el aire intoxicado de espera. Eco que sobrevivía al pasado pero que servía de poco. Desde las profundidades del océano azul que subyacía su consciencia le llegó una voz acaramelada, unos ojos de almendra, luego su sonrisa tímida. Por fin, la memoria de Villalba descendió hacia el contorno de unas piernas delgadas, insinuadas debajo de los pliegues de una falda negra.
El tic-tac implacable del reloj lo volvió a la realidad. ¡El reloj! Ese maldito verdugo que no sólo ajaba el silencio sino que lo agigantaba y, muy a pesar de su precisa tarea de puntear los inexorables trancos del tiempo, irónicamente, parecía demorarlos.
Villalba miró hacia la mesa de luz y observó el frasco que brillaba ocupando todo el mueble. Se sentó de mala gana en el borde de la cama, luego se levantó, salió a la terraza y encendió un cigarrillo. El cielo de Lima se alzaba sobre sus hombros como un enorme abanico de plomo. Las nubes bajas entrelazaban sus contornos con la niebla perpetua de la ciudad. Un rocío imperceptible había comenzado a humedecer su ropa. En la distancia, detrás de la copa de unos árboles, los edificios trepaban hacia el cielo bajo el aspecto de contrahechos especímenes de hongos, cuyos tejidos vitales se componían de cemento y vidrio. Unas bombillas rojas parpadeaban en lo alto de antenas de radio delante de la mezcla ambigua de nubes y niebla. Desde las casas vecinas, resplandores blancos y amarillentos comenzaban a encenderse tímidamente en las ventanas.
Dio una pitada larga, y exhaló el humo hacia la luz del farol de la terraza. Los sueños frustrados de amor de Villalba, como la arena de los relojes, se deslizaban entre estrechuras, se abatían sobre abismos de silencio y terminaban acumulándose, irremediablemente, sobre piélagos de cristal. Aplastó el cigarrillo en el suelo y regresó a su cuarto con la mirada perdida en las baldosas húmedas. Anhelante de nuevos amaneceres, acaso las palabras se terminen algún día, Gonzalo Villalba, en la soledad de su buhardilla, día tras día, se distanciaba del mundo.
 
Pero el amor tiene sus reglas y sus límites. Villalba se había cansado de los puentes hacia la nada, de los ojos terrosos de las mujeres que no le correspondían, de los siglos de espera, de disimular sus lágrimas bajo la ducha, que la moneda de su destino acuñase anzuelos de soledad en ambas caras. Arrinconado contra las cuerdas de la desilusión, aún conservaba el don de la insistencia, el secreto de la obstinación para lograr algo: “uno siempre vuelve. Y ahí, escondido en ese volver, está el triunfo”.
Venció miles de prejuicios, dejó a un lado su escepticismo académico y, después de muchas noches de monologar con las sillas y los ceniceros de los bares; por fin, había decidido jugarse su última carta. Y, como de naipes se trataba, la tarde anterior había ido a ver a “Carmen” (la popular “Gran Sacerdotisa” del Callao), para que le echara la suerte con las barajas. Incluso había especulado que hasta podría arrimarle un consejo o, mejor aún, algún conjuro milagroso que lo ayudara a salir de la ciénaga sentimental, que ya amenazaba con robarle el exiguo aire de sus pulmones.
Mezcla de “alquimista” y “parapsicóloga”, Carmen tenía un lenguaje inusualmente complicado y hablaba con cierta métrica ampulosa. Ni bien dio vuelta las primeras cartas, clavó sus ojos nocturnos en Villalba y le vaticinó: “Cuando el sentimiento se convierte en espera, en obsesión, en hojas secas, las esporas malditas de la soledad se multiplican como peces en el océano.”
La mirada de Villalba se aferró a los ojos misteriosos de la alquimista, disimulados detrás de un flequillo desgreñado y gris.
 “El amor, como las drogas y los alimentos, también se pasa de fecha, se descompone. Y el amor, deteriorado, deja un sabor rancio que ya no alivia dolores ni alimenta el alma. Entonces, la vida se transforma en un lento durar hasta la muerte, si es que acaso existe una sola”
Villalba intentó inútilmente acomodarse en el asiento, pero su rodilla izquierda había comenzado a subir y bajar involuntariamente. Se sintió desnudo ante la bruja del Callao.
Mi deseo es no enamorarme de nadie, dejar de sufrir mil muertes…Deseo mi libertad…
La alquimista lo interrumpió y lo señaló con el dedo.
 “El secreto −dijo y se detuvo antes de voltear la última carta−, el secreto es… ¡torear la vida!  Se paró de golpe y empujó la silla hacia atrás. Comenzó a reírse a carcajadas y luego desapareció en una habitación contigua. Al cabo de unos minutos, volvió con un frasco de vidrio entre sus manos, acompañada de un gato a rayas.
 “Esto es para ti, hombre. Aquí dentro está encerrado el antídoto que necesitas. Debes arrojar el contenido de este frasco en el mar, no importa donde, pero en el mar. Y la noche será música y sentidos.”
Acercó el frasco a los ojos de Villalba y luego le habló al oído. De cerca, la voz de la Sacerdotisa sonaba áspera y con un dejo sobrehumano.
“Cuidado... Para que el conjuro se cumpla, este elemento, este símbolo sagrado no debe tocar la tierra antes del destino que le ha sido  fijado”
La mujer se echó hacía atrás y explotó en una larga carcajada que colmó la habitación. El gato a rayas subió a la mesa de un salto y se acostó cerca de Villalba. Carmen regresó a su silla, le tomó el rostro a Villalba con su mano y lo obligó a mirarla a los ojos. Le repitió:
“Y Cuando la mala suerte sale al ruedo… yo: ¡toreo!”. 
 
El teléfono sonó en la habitación. Villalba se precipitó escaleras abajo, pero antes de que pudiera atenderlo, ya había dejado de sonar. Luego miró el reloj. Eran las nueve y veinte de la noche. Ya era la hora. Volvió a observar el contenido del recipiente con renovado interés. Se calzó una campera, guardó con esmero el frasco en un bolso y salió a la calle. La noche fría lo recibió con las luces de la avenida que, como fantasmas, flotaban en la oscuridad de una ciudad que lo miraba con ojos cansados.
Detuvo el primer taxi, Barranco no quedaba lejos de la casona. Las calles se sucedieron una tras otra, veloces; los árboles, las ramblas, la gente frente a las vidrieras; todo parecía estar envuelto en movimiento del otro lado de los cristales. En cambio, dentro del bolso de Villalba, una esperanza quieta dentro de un envase de cristal, pugnaba por latir.
Por fin, el taxi se detuvo frente a la plaza. Villalba la atravesó en dirección al “Puente de los Suspiros”. A mitad del trayecto, una mujer de falda muy corta y tacos muy altos, se le acercó y le murmuró algo al oído. Villalba temió que fuese una fullería del destino y aferró el bolso contra su campera. Continuó su marcha hasta el otro extremo. En su camino, dejó atrás puestos de comida al paso que emanaban olor a carne asada y a cebolla. “Chelas y Anticuchos” invitaba un cartel amarillo sobre una casilla rodante donde la silueta de una joven de guardapolvo blanco emergía de una columna de humo.
“¿No va a llevar un anticucho, caballero? Una mujer morena de ojos de azabache le regaló una sonrisa perfecta, mientras raspaba con una espátula los restos de comida sobre una plancha de hierro. Villalba negó con la cabeza. A pesar de lo fantástico que le resultaba mirar a la gente, las cosas, los animales, Villalba veía más allá de las sonrisas de las personas, y allí encontraba abismos de soledad escondidos detrás del maquillaje cotidiano. Solía referirse a los seres humanos como “esqueletos en danza”.
Atravesó una callejuela angosta y comenzó a descender por unas escaleras anchas y prolijas, con faroles en el centro. A su derecha había un bar. En la puerta, una mujer sentada en el suelo alimentaba un gato rayado con una pequeña bufanda. Esto le llamó la atención y se frenó. Entonces, la mujer agachó la cabeza hasta esconderla entre su falda, al tiempo que estiraba la mano hacia delante. Villalba creyó haber visto un flequillo que le resultaba familiar.
Antes de cruzar el puente, se detuvo en el último peldaño de la escalera y se sentó. Abrió el bolso y extrajo un libro de tapas negras. Adentro llevaba una fotografía, una evocación plana que, absurdamente, todavía lo reconciliaba con el mundo.
Nos escondemos bajo parentescos, posiciones sociales, incluso bajo nuestros simples nombres, a los que nos acostumbramos y reconocemos. De esta manera olvidamos que  no somos más que cuerpos que deambulan por el mundo. Muertos que hablan. Esencias del más allá con licencia para vivir sólo un tiempo. Almas fugaces, que volverán irremediablemente al silencio. De la oscuridad a la luz, del polvo a la carne. Finalmente, cuando la vida alcanza el círculo máximo, la plenitud, todo vuelve a colapsar sobre el origen: la eternidad y el silencio. No hay manera de evitar la oscuridad, sólo se trata de desprenderse de ella mientras estamos con vida.
Una mujer pasó cerca y le habló. O quizás hablaba sola. No lo supo. Villalba levantó la vista: a su izquierda un hombre contemplaba botellas, las daba vuelta y las sostenía en esa posición hasta que caía la última gota; luego, las volvía a colocar en su lugar.
Lo único que nos salva de la oscuridad es la fantasía, ese plano inmaterial donde todo es posible; el territorio donde la lógica y la física deponen sus leyes.
Villalba recordó sus historias de héroes, de torres altas como el cielo y las mil y una fantasías escritas con el dedo en su almohada. “¡Consuelo!” La última de sus muertes. Es bien cierto que vivimos debajo de nuestras fantasías y no siempre tratando de alcanzarlas. Las fantasías nos elevan por encima de lo cotidiano y pesado de la vida para hacernos vivir en un plano mejor.
Del otro lado del puente, una mujer mayor lo miraba con detenimiento. Seguramente lo creería loco o borracho.
¿Por qué nos enamoramos? ¿Qué perseguimos? ¿Qué clase de máquina imperfecta somos que necesita de otra máquina para ser feliz?
La mujer que lo observaba del otro lado del puente soltó una risotada, la que también le resultó conocida. Villalba sintió una profunda curiosidad y apuró el paso para verla de cerca. Pero un hombre se atravesó en el camino y la tomó de la cintura. Juntos comenzaron a bailar al ritmo de salsa que provenía de uno de los bares de por ahí. Villalba traspuso el puente y la explosión de vida de la pareja de improvisados bailarines. En el trayecto al mirador encontró mujeres y hombres tomados de las manos, sonriéndose, besándose, mirándose a los ojos. Las sombras reflejadas en el suelo sabían que el tiempo las hería a muerte. Avanzó por la callejuela estrecha, esquivando mesas y sillas de los bares. A su izquierda, en el faldeo opuesto del cerro, luces amarillas y verdes coloreaban comercios de artículos regionales. Al fondo de la calleja, la luz resplandeciente de un farol teñía de color naranja la humedad del suelo. Una bruma sigilosa, suave y perfumada a sal le acercó el rumor del mar. Luego le llegó la sacudida enérgica de las olas al romper contra la costa y después, el murmullo del agua deslizándose sobre la arena. Una y otra vez, una y otra vez…
Por fin, frente a sus ojos, se encontraba la fuente de su libertad. A pesar de lo inocente de la tarea, no dejaba de resultarle un acto extraño, ajeno a su esencia y hasta violento. No pensar. Esa era la clave. Comenzó a bajar lentamente por la ladera del barranco que descendía a la playa. Sintió sus venas sacudirse debajo de las mangas de su camisa. Se frenó y sacó el frasco del bolso. Deseaba mirar el contenido por última vez. ¿Sería de esta manera ridícula la forma de liberarse de sus amores rancios, deteriorados por la espera? ¿Sería éste el fin de sus muertes?
Dentro del frasco de vidrio, un corazón disecado lucía intacto. Era apenas más pequeño que un puño, de cordero o de rata, que más daba. Cómo alguna vez había leído por allí: “…los corazones se gastan en vida; después, ya nada les hace daño”. Una sombra de desazón oscureció el rostro de Villalba. Temió que nada en el mundo le traería la dulzura que tanto anhelaba. Un fuego interno trepó hasta su cuello.
Desde el barranco le llegaron ladridos lastimosos de unos perros, quejidos que,  en la distancia se convertían en aullidos. Bandadas de pájaros surgieron de los árboles y se abrieron paso, ruidosamente, frente a los ojos de Villalba. El cielo se cubrió de pequeñas sombras desordenadas que parecían huir de algo.
De pronto, un sacudón en las pantorrillas lo sobresaltó. El temblor ondulante se propagó rápidamente en sus muslos y en el resto del cuerpo. Antes que pudiera siquiera preguntarse qué ocurría, el suelo comenzó a balancearse como si fuese la cubierta de un barco en el medio de una tormenta. Un sonido grave surgía de las entrañas de la tierra, al tiempo que Villalba parecía hundirse en grietas invisibles, que luego lo devolvían a la superficie. Miró hacia los costados. Las casas también se sacudían y los árboles se arqueaban violentamente. Pero era una noche sin viento. A lo lejos, en el malecón, se quemaban algunos focos de los faroles. La gente corría asustada hacia el parque pidiendo auxilio. Oyó gritos de mujeres y niños. Los vidrios de los edificios resonaron, algunos se rompían. Relámpagos azules rasgaron el cielo de Barranco. Un poste de luz cayó al suelo. Desde la avenida le llegó el estrépito de un choque. Era el fin. La Tierra se zamarreaba como un animal salvaje dispuesto a despojarse de la carga que llevaba a cuestas.
El bolso primero y el frasco después, cayeron al suelo. Gonzalo Villalba rodaba detrás de ambos, entre el polvo y las piedras que se habían deslizado del barranco por el terremoto. Delante de sus ojos, vio como el corazón disecado se arrastraba entre la grava. Y entonces, se detuvieron los relojes, las calles y los astros: todo se había echado a perder.  
Por fin, el suelo dejó de temblar, pero no Villalba quién buscaba desesperado entre ramas y piedras, el corazón que le había entregado la bruja del Callao. Sin despegar la vista del suelo, escudriñó hacia todos lados, incluso dentro del bolso, pero era inútil, el corazón disecado, a cuyo destino parecía estar atado el propio corazón de Villalba, ya había tocado la tierra antes que el mar. Sin esperanzas, alzó la vista del suelo y permaneció inmóvil ante la imagen frente a sus ojos: adelante, a su lado, y por detrás, decenas de personas, con frascos de vidrio en las manos, se comían el suelo con la vista.
Fue entonces cuando la Tierra se estremeció en un mar de estrellas. Justo detrás de Villalba, de rodillas en el suelo, una joven de piernas delgadas escarbaba frenéticamente la arena con un frasco de vidrio. Sobre sus hombros estrechos se abatían hebras de cabello largo y ondulado. Villalba se acercó a la joven y le tendió una mano. No se preguntaron nada. Sus miradas solamente transcurrían, no proyectaban ni anhelaban. Ingenuos, sin límites, flotaban como nubes felices. Se oyó entonces un viento humano y, si la mala suerte había salido al ruedo, Villalba decidió torear una nueva suerte. Las caricias en desorden espantaron los miedos y se llevaron los últimos pensamientos de la pareja. A lo lejos se escucharon acordes de tormenta y pronto les llegó el aroma de la lluvia.
  
City Bell – Lima, septiembre- octubre 2007.
 
   
 
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